No creo que Amour sea “la historia de amor más auténtica del cine reciente” (Sergi Sánchez: Diario La Razón) ni una película “condenada a quedarse tatuada en la retina” (Luis Martínez: Diario El Mundo). No creo que sea para tanto, a pesar de estos (y muchos más) comentarios eufóricos de críticos -prejuzgo- que, apenas salidos de la presentación del film en el Festival de Cannes (en el cual se llevó la Palma de Oro), están desesperados por escribir favorablemente. Sin embargo, ‘Amour’ tiene como gran virtud su “cercanía” con el espectador, en el sentido de narrar una posibilidad concreta y real o, mejor dicho, inevitable: el deterioro físico por el simple paso del tiempo.
“No es algo para mostrar” explica Georges (Jean-Louis Trintignant) a su hija Eva (Isabelle Huppert), mientras mantiene cerrada con llave la puerta donde se encuentra Anne (Emmanuelle Riva), esposa y madre respectivamente. Con Amour, Michael Haneke muestra eso que “no es para mostrar”, eso que duele no sólo en el sentido físico -que, como siempre, también es sello de su cine- sino también porque es humillante. Es simple y claro, no hay trampas ni lugar para el suspenso: desde la primer secuencia, al mostrar en un flash forward (mostrar el final y luego volver al pasado) a Anne muerta, la película le quita casi todo el peso al desenlace, la muerte, para ponérselo a la trama, el deterioro previo. Por eso no es un film sobre la muerte, sino sobre el amor de un ser humano por otro cuando ataca una enfermedad previsiblemente fulminante, y cuando no hay culpa ni culpables que motiven la cuestión, sólo el paso del tiempo como verdugo más cruel. Tampoco hay una mirada política sobre la eutanasia, porque no se juzga el acto final de Georges: para él es un acto de amor casi obligatorio, para su hija probablemente no lo sea y, para el espectador, sólo cinematográficamente hablando, es una acción sorpresiva (es decir, sin suspenso previo).
El deterioro primero es físico, luego anímico, luego mental. El deterioro se propaga también en Georges. Es el rechazo a la humillación más que a la idea de envejecer: al uso de pañales, a las incontinencias, a la pérdida de la independencia, a sentirse un peso y complicarle la vida a quien menos quisiera. Es como volver a los principios de la niñez, la etapa más traumática dicen, pero siendo conscientes de ello. El film también funciona como contrapunto de cómo se piensa la enfermedad, la vejez y la muerte según el lugar que se ocupa en relación al enfermo y la edad: la vivencia propia (la de Anne), la del compañero (Georges), la del familiar (Eva), la ajena, la de alguien de la misma edad, la de personas más jóvenes, etc.
Michael Haneke nació el 23 de marzo de 1942 en Múnich, Alemania y desde 2002 ejerce como profesor de Dirección en la Academia de Cine de Viena, Austria.
En este sentido, el de mostrar el deterioro, no es casual (¡por supuesto que no!) que la película este filmada casi enteramente (salvo la secuencia del recital de un ex alumno de Anne) en el interior de un departamento, de hecho, el tercer personaje en importancia (más que el de la propia hija creo yo) es el ambiente y la relación del matrimonio con él. Haneke hace muchos planos relativamente abiertos filmando el avance de la dificultad física de los personajes para desenvolverse en un ambiente que les pertenece (pero cada vez menos) y que los supo tener cómodos y a gusto según la puesta en escena inicial. Acá es donde a veces el film colma mi paciencia, donde se “cuelga” registrando, por ejemplo, la cotidianeidad de lavar los platos. Por último, el austriaco también se da el gusto de hacer decir a Georges -tal vez- lo que él espera de la relación de Amour con el público: “No recuerdo el título de la película pero recuerdo los sentimientos. Yo tenía vergüenza de llorar. Y al contarle los sentimientos, las lágrimas volvían, todavía más fuertes que cuando miraba la película”.